CANTARES
No cabe duda de que este Libro es inspirado por Dios, como lo entendió Israel y lo entiende la Iglesia. Este Cantar de Salomón es muy diferente de los que compuso su padre David: No contiene el nombre de Dios (excepto el lugar, problemático, de 8:6 b); no aparece citado en el Nuevo Testamento, y no se hallan en él expresiones de devoción espiritual ni huella alguna de revelación divina. Más que ninguna otra Escritura, cuesta mucho ver en él «olor de vida para vida» (2 Co. 2:16), y podría resultar fácilmente «olor de muerte para muerte» a cualquiera que se acercase a él con mente carnal y corazón corrompido. Por eso, los doctores judíos aconsejaban a los jóvenes a no leerlo hasta que tuviesen treinta años de edad, a fin de que no se encendieran las llamas de la pasión con el abuso de lo que es más puro y sagrado. Tenemos aquí un cántico nupcial; de eso no hay duda. Desde tiempos antiguos (nota del traductor), se le ha dado una interpretación más bien alegórica, y se ha visto en él la expresión lírica de la comunión íntima, espiritual, de Dios con Israel; o de Cristo con la Iglesia y, en la Iglesia de Roma, se le ha llegado a dar un sentido mariológico. Los exegetas modernos, tanto católicos como protestantes y judíos ven en él un romance amoroso de Salomón («quizás el único romance puro de Salomón», según Ryrie) con una joven sulamita. La exégesis moderna rompe viejos moldes también en otro punto importante: Los personajes de esta especie de «drama lírico» no son dos, sino tres: la sulamita, un pastorcillo que la ama y a quien ella ama de veras, y Salomón que desea conquistar el corazón de la sulamita, pero no lo consigue. Por fin, Salomón tiene que dejarla marchar, y ella se va en busca de su amado pastorcillo. Toda aplicación devocional que aparezca en este comentario, de la pluma de M. Henry, ha de entenderse, pues, como una acomodación. Salgo, pues, responsable de la exégesis, que raras veces coincidirá con la que M. Henry hace.
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