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La fe se atreve a fracasar

La fe se atreve a fracasar

EN ESTE MUNDO SE JUZGA A LOS HOMBRES por su habilidad de hacer o ejecutar las cosas. Se les califica según
la distancia que han avanzado y ascendido al monte de su autorrealización y logros personales. En la parte
inferior de la escala está el fracaso rotundo; en la cima está el éxito completo, y entre estos dos extremos la
mayoría de los hombres civilizados luchan y sudan desde la juventud hasta la vejez.
Unos pocos dejan de luchar, se deslizan hasta el abismo y se convierten en los habitantes de los miserables
bajos fondos. Allí, cuando se han desvanecido sus ambiciones y se ha roto su voluntad, subsisten de limosnas
hasta que la naturaleza emite su fallo, y se los lleva la muerte.
En la cumbre están unos pocos que por una combinación fortuita de talento, arduo trabajo y buena fortuna
logran escalar la cima en todo su lujo, con la fama y el poder que allí se encuentran.
Pero en todo esto no existe la felicidad. El esfuerzo para lograr el éxito pone demasiada tensión y estrés
sobre los nervios. Una preocupación excesiva con el esfuerzo de ganar reprime la mente, endurece el corazón y
destierra miles de visiones brillantes que bien pudieran haberse gozado si se hubiera tenido el tiempo libre para
disfrutarlas.
El hombre que logra subir al pináculo rara vez es feliz por mucho tiempo. Pronto se ve carcomido por los temores
de retroceder un peldaño y verse forzado a concederle el lugar a otro. Los ejemplos de esto se encuentran
en la forma afiebrada en que las estrellas de televisión observan los resultados de sus «ratings-, o clasificaciones, y
el político lee su correspondencia y artículos en los periódicos.
Basta que un político elegido se entere que las encuestas muestran que es dos por ciento menos popular en
agosto que en marzo, y comienza a traspirar como un hombre que va camino a la prisión. El deportista vive por
su promedio de goles, el comerciante por los gráficos económicos y la estrella de concierto por el medidor de
aplausos. No es fuera de lo común que un contrincante en el ring llore si no es capaz de llegar a ser campeón.
Ser el segundo lo deja totalmente desconsolado; tiene que ser el primero para ser feliz.
Esta manía de tener éxito es una cosa buena que se ha pervertido. El deseo de cumplir el propósito para el
cual juimos creados es, por supuesto, un don de Dios, pero el pecado ha distorsionado este impulso y lo ha
transformado en una ambición o codicia del primer lugar los honores más altos. Por esta ambición, toda la
humanidad es impulsada como por un demonio, y no podemos escabullimos.
Cuando venimos a Cristo entramos en un mundo diferente. El Nuevo Testamento nos introduce a una
filosofía espiritual infinitamente más alta y contraria en su totalidad a aquella que motiva al mundo. Según la
enseñanza de Cristo, los pobres en espíritu son bienaventurados o felices; los mansos heredan la tierra; los
Primeros serán postreros; el hombre más grande es el que mejor sirve a los demás; el que pierde todo es el único
que tendrá todo al final; el hombre de éxito del mundo verá sus tesoros almacenados arrasados por el juicio; el
mendigo justo procede al seno de Abraham y el hombre rico arde en las llamas del Infierno.
Nuestro Señor murió en un fracaso aparente, desacreditado por los líderes de la religión establecida, rechazado
por la sociedad y abandonado por Sus amigos. El hombre que Le envió a la cruz era el estadista de éxito,
cuya mano besaban los ambiciosos políticos. Se requería la resurrección para demostrar con cuánta gloria Cristo
había triunfado y cuan trágicamente el gobierno había fallado.
Sin embargo, hoy la Iglesia profesante no parece haber aprendido nada. Todavía estamos mirando como los
hombres y juzgando a la manera del juicio de los hombres. ¡Cuánta labor religiosa de competencia se hace por
un mero deseo camal! ¡Cuántas horas de oración se han malgastado implorando que Dios bendiga provectos
que estaban enfocados a la glorificación de hombres pequeños! ¡Cuánto dinero sagrado se ha invertido en
hombres que, a pesar de sus apelaciones con lágrimas en la voz, únicamente quieren presentar una demostración
de la carne!
¡El verdadero cristiano debiera alejarse de todo esto! Especialmente los ministros del Evangelio debieran escudriñar
su propio corazón y examinar las profundidades de sus motivaciones internas. Ningún hombre es
digno de tener éxito hasta que esté dispuesto a fracasar. Ningún hombre es moralmente digno de tener éxito en
las actividades religiosas hasta que esté dispuesto, a permitir que los honores del éxito se atribuyan v se
concedan a otro, si Dios así lo dispone.
Es posible que Dios permita que Su siervo tenga éxito cuando El le haya disciplinado hasta el punto donde él
no necesite tener el éxito para ser feliz. El hombre que está eufórico por el éxito y desanimado por el fracaso es
todavía un hombre camal. En el mejor de los casos su fruto tendrá un gusano.
Dios permitirá que Su siervo tenga el éxito cuando haya aprendido que el éxito no le hace más amado de
Dios ni más valioso en el esquema total de las cosas. No podemos comprar el favor de Dios por la concurrencia
de las multitudes, o por los convertidos, o por los nuevos misioneros enviados, o por las Biblias distribuidas.
Todas esas cosas pueden realizarse sin la ayuda del Espíritu Santo. Una buena personalidad y un conocimiento
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astuto de la naturaleza humana es todo lo que el hombre necesita para tener un éxito en los círculos religiosos de
hoy.
Nuestro más grande honor reside en ser exactamente lo que Jesús fue y es. Consiste en ser aceptado por
quienes Le aceptan, en ser rechazado por todos los que Le rechazan, en ser amado por aquellos que Le aman, y
ser odiado por todos aquellos que Le odian a Él. ¿Qué gloria más grande pudiera esperarse de algún hombre?
¡NOS podemos dar el lujo de seguir a Jesucristo en el fracaso! ¡La fe se atreve a fracasar! ¡La resurrección y el
juicio demostrarán ante todos los mundos quién ganó y quién perdió! ¡Podemos permitimos el lujo de esperar!

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